Prigione, las utilidades, el rencor/ El Cristalazo

Girolamo Prigione murió
- en Opinión

La misma nariz aquilina, cuya curvatura firme y para algunos cruel, refleja inteligencia y astucia.

Girolamo Savonarola y Girolamo Prigione. La política en manos de violinistas superdotados para templar cuerdas y mover el arco como si todo fuera producto de un pacto con el demonio, en el nombre de Dios o del universo al cual se le pide un don, una gracia, una merced, un talento.
La tarde viene cayendo serena sobre las colinas de Roma.
Tras los muros del hotel Cristóbal Colón, se alcanzan a escuchar los ruidos de algunos automóviles y sonoro trompetazo de una motocicleta minúscula. El salón está extrañamente umbrío y oscuro.
A un lado, tras los cristales de la pérgola donde me espera, monseñor Prigione se bebe una coca-cola, lo cual rompe con la naturaleza del lugar. Habría sido mejor una copa de vino o por lo menos un aromático arábigo, quizá una “grappa”, un “chianti”. Lleva en la mano izquierda una pesada sortija episcopal. Su cabello ralo denota los años. La mirada es profunda y triste, como corresponde a un hombre cuyo mejor oficio es cargar en silencio con sus secretos.
Podrá hacer un pacto hasta con el demonio, pero nunca revelará su contenido. No traicionará al demonio… ni a la iglesia.
Savonarola, el otro Girolamo, fue confesor de Lorenzo de Medicis y las pugnas políticas lo llevaron a la misma hoguera donde ardían las vanidades y las páginas de los libros prohibidos. Prigione confesó –o al menos escuchó— a los hermanos Arellano Félix en diciembre de 1993 y enero de 1994, ante el pasmo y el miedo del gobierno, alentado por el entonces procurador general de la República, Jorge Carpizo, quien en bata y pantuflas llegó a Los Pinos a demostrar cómo la pasividad podía sustituir a la responsabilidad. Los prófugos, detectados, se fueron como llegaron a San José Insurgentes. Nadie los detuvo a la vuelta de la esquina ni los siguió al aeropuerto, ni los rastreó para capturarlos.
—Hubiera sido un baño de sangre, dijo.
—¡Uy!, cuánto miedo, respondió la historia.
Los narcotraficantes deseaban limpiarse de la acusación de haber asesinado al cardenal Posadas Ocampo, en el aeropuerto de Guadalajara, en un estacionamiento, mientras esperaba para reunirse, precisamente, con Girolamo Prigione, el nuncio, el demoledor de las Leyes de Reforma, el hombre cuyo secreto interés –como historiador— hubiera sido conocer a Benito Juárez.
—¿Cómo está?, lo saludo.
—Pues bien, aquí me ve.
Lo había encontrado un día después del consistorio en el cual fue creado cardenal el actual arzobispo primado de México, Norberto Rivera Carrera, a quien él ayudó a subir en la tortuosa escalera del poder de la iglesia hasta llegar al principado cardenalicio. Príncipe de la Iglesia.
—Usted, le digo mientras observo sus penetrantes ojos, llevó de la mano a Norberto hasta donde está ahora. Y el Papa (Juan Pablo II) le ha pagado con un puesto casi de bibliotecario en el instituto diplomático vaticano. Y Norberto en el cónclave.
—¿Le pagaron mal?
—Mire usted, yo soy un hombre de la Iglesia. Y un hombre de iglesia, nada juzga, nada rechaza, nada pide. El Santo Padre sabe cómo hace las cosas. Esa es su responsabilidad.
Eso fue en enero de 1998.
De entonces a esta fecha han ocurrido muchas cosas. Juan Pablo II es un santo elevado a los altares; en el Vaticano un Papa ha renunciado y otro ha subido para estremecer, al menos con discursos, los cimientos de la roca. Y Prigione ha muerto casi centenario, solo y alejado, como corresponde a un hombre de iglesia, en un asilo de ancianos llamado Magnolia, en la milenaria ciudad de Alejandría. Norberto sigue en la cima.
En febrero de 1978 Prigione llegó a México como delegado.
—Viene usted a un México donde hay dos iglesias. Una representada por Ernesto Corripio y la ortodoxia vaticana, una; la otra, representada por Sergio Méndes Arceo y el “aggiornamento”  de la liberación. ¿Con cuál de esas dos se identifica usted, con cuál trabajará?
—Yo vengo en el nombre de la Iglesia de Cristo, me dijo cuando nos conocimos. ¿Se acuerda?
—Me acuerdo.
El mesero se aleja.
—Usted participó en la transformación absoluta de las relaciones de México con el Vaticano; pero más allá, regresó a la iglesia a la escena política. ¿Cómo fue?
—Yo llegué a México como delegado apostólico con una sola encomienda importante: lograr el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con el Vaticano. Eso me pidió el Santo Padre. Si en el avance de ese proceso logramos diez veces más de lo originalmente buscado, ya fue por muchos otros factores, especialmente la facilidad para negociar con el gobierno mexicano. Pedí diez, me dieron cien. ¿Qué iba a hacer? ¿Quejarme?
Por primera vez sonríe con esa boca cuyo filo de espada apenas deja ver una dentadura amarillenta por el tiempo.
—¿Siente amargura?
—No.
—¿Escribirá alguna vez sus memorias? ¿Nos dirá cómo ocurrieron las cosas? Nadie sabe del todo cómo fue aquel episodio de los Arellano.
—No lo creo. La memoria es una facultad de la mente. Dejemos las cosas ahí.
—Si se pudiera jugar con el tiempo, ¿le habría gustado conocer a Juárez?
—Vuelve a sonreír y recuerda quizá su gran “travesura”: hacer pasar el convoy de Juan Pablo II, en su primera visita a México, precisamente frente al Juárez del Hemiciclo, esa mole blanca de mármol olvidadizo cuyo significado ahora es cada vez menor.
—Sí, me habría entendido con él. Debe haber sido un hombre muy inteligente.
Por la noche habrá una recepción en la embajada mexicana en el Vaticano. El embajador es Guillermo Jiménez Morales. El motivo es la investidura de Norberto Rivera, convertido casi en un “rock star” con su fulgente sortija de oro en el anular. San Pedro y San Pablo.
Ahí lo veo de nuevo. Nos saludamos apresuradamente. No quiero interrumpirlo. Sostiene una charla coctelera con el nuevo cardenal y con Marcial Maciel a quien me presenta.
—Mucho gusto; me dice Maciel y me tiende la mano. Una firme y helada mano.
—Buenas noches, le digo. Y ahí puede haber otra historia. Otra historia.
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Recibo un texto sobre la situación política de Sinaloa. Lo transcribo parcialmente. Se explica solo.
“…En efecto, en Sinaloa se fraguó el Partido Auténtico Sinaloense (PAS) utilizando las estructuras académicas, administrativas y sindicales de la Universidad Autónoma de Sinaloa y, por supuesto, gran parte de sus recursos financieros y materiales, así como de los simbólicos, para participar en la política electoral del estado…
“…Para algunos de los observadores de la sociedad sinaloense era obvio que Melesio Cuén desde la universidad estaba construyendo una fuerza política …
“…El líder del PAS, fue alcalde de Culiacán gracias a una alianza con el PRI y renunció en poco más de un año. Después fue candidato a senador del brazo de Nueva Alianza, objetivo que no logró. Posteriormente ya con el partido de su creación y propiedad se convirtió en diputado local.
“En 2016 aspira a ser gobernador de Sinaloa con la bandera del PAS y Movimiento Ciudadano, utilizando como nunca a la Universidad Autónoma de Sinaloa. Las evidencias periodísticas de esta manipulación son abundantes y las denuncias partidarias y ciudadanas también, pero nadie procede contra esa aberrante ilegalidad.
“No va a ganar porque todas las encuestas que se han hecho, claro excepto las suyas, revelan que no tiene ninguna posibilidad… sin embargo, lo importante para la sociedad mexicana en su conjunto, y no tan solo la sinaloense, es que se impida la manipulación de los recursos de una institución educativa para sostener a un partido político y el provecho ilegal de unos cuantos individuos.
“Si aspiramos a una sociedad democrática y a un Estado de Derecho es inadmisible que una universidad sea convertida en un partido político”.

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