El lobo, el peligro y la verdad/ El Cristalazo

Donald Trump candidato a presidente en Estados Unidos
- en Opinión

Nada en la vida es tan difícil como pronosticar las cosas con exactitud. Los humanos hemos pasado la historia entre arúspices, nigromantes, hechiceros, futurólogos, videntes, Casandras, sicofantes, demóscopos charlatanes, estadígrafos, profetas y cuanta cosa más venga a la palabra, pero nunca sabemos con certeza cuándo y cómo se presentará el hecho, la circunstancia o la persona incrustada en la casualidad para darle un giro a la realidad y con ella se tuerza el destino de nuestras propias vidas.
Es como si lo dijéramos con simpleza, si Adolfo Hitler no hubiera invadido Polonia, nunca habríamos visto a Ludwika Paleta en una telenovela mexicana.
Hoy los mexicanos vivimos en el debate más extravagante de nuestra época reciente: por encima de nuestro cercano proceso electoral, nos importa más quién va a ser el próximo presidente de los Estados Unidos de América. Y la verdad, si cualquier gringo es para nosotros un “gringo malo”, Donald Trump atesora además de la maldad, la estupidez absoluta. Pero eso no es lo grave.
Lo grave es cómo los americanos han transitado del “destino manifiesto” del “Monroismo” (por James, no por Marilyn), sin darse cuenta, a la imbecilidad manifiesta de un hombre cuya ignorante condición de todo, absolutamente de todo, se nota a decenas de calles.
Y con él se repite la historia. Hace un año apenas era una insinuación: ahí viene Trump. Y nadie lo tomaba en serio. Ahí viene el espantapájaros y todos hacíamos chistes. Hoy el lobo ha llegado a las puertas de la Casa Blanca y se dispone a soplar y soplar contra las puertas del 1600 de Avenida Pennsylvania.
—¿Prevalecerán contra su esfuerzo? Sí, siempre y cuando los grandes electores, no los ciudadanos azorados y magnetizados por su discurso xenófobo y racista, le den la espalda. Si pierde se lo deberemos al corporativismo, a los “lobbies”; no a los ciudadanos individualmente sumados uno a uno.
La verdadera gravedad del momento consiste en la forma como Trump ha encarnado, en el momento preciso, la incultura de la sociedad americana “básica” cuyos frutos intelectuales y culturales –por otra parte–, son notables, especialmente en la tecnología, pero no suficientes para englobar a toda la población. Así como no todos los estadunidenses son ricos y poderosos, tampoco todos son cultos y educados. Al revés. La mayoría silenciosa suele ser callada e idiota.
Una gran parte de ese enorme pueblo, el país más viejo del mundo, le han dicho algunos, vive y goza de un oscurantismo aislacionista gracias al cual Trump puede decir sin ambages cómo mira el porvenir planetario: la americanización en contra de la globalización, como si ésta no fuera en el fondo y desde ahora, el afianzamiento de un sistema del cual los Estados Unidos son beneficiarios en grado sumo. Ése es su fundamentalismo.
“With god in our side”. “In god we trust”. Es el Islam gringo.
Si llegáramos a creer en la vieja definición marxista del imperialismo como la fase superior del capitalismo, le podríamos agregar otra capa a la cebolla: la globalización es la fase superior del imperialismo. Con todo lo demás.
Trump les ofrece a muchos americanos la misma mercancía de John Wayne. Fuerza, vigor, potencia, individualismo, liderazgo atrabiliario; armamentismo, desprecio por quien esté enfrente o a un lado o debajo. El discurso de la supremacía sostiene a la arquitectura americana, por ejemplo. Todos quieren vivir en el Pent-house, no importa si se anegan los pisos inferiores.
Personalmente dudo de la victoria definitiva de Trump; pero dudar de su mudanza a la Casa Blanca, no anula los hechos ya ocurridos hasta ahora: quien llegue deberá negociar con los “principios trumpianos”, ya para rechazarlos abiertamente, ya para modularlos y hacerlos parte de una realidad en la obra de gobierno.
A fin de cuentas Trump no ha inventado la condición belicista de los gringos; Trump no le ganó a México una guerra de mutilación de la mitad del territorio ni ha impuesto las actuales leyes migratorias, ni ha expulsado a millones de mexicanos en los últimos ocho años. No ha inventado nada, es cierto, sólo le ha puesto filo verbal a la realidad ya existente y a su sustento cultural. La cultura no es el grado de los conocimientos; es la existencia de una realidad compleja creada por los hombres.
Conozco algunas personas cuya protesta es simple pero real. Uno de ellos es mi estimado Armando Fuentes Aguirre, el famoso columnista “Catón”; quien ha prometido jamás volver a los Estados Unidos mientras Trump gobierne, si llega a hacerlo. La política fronteriza le ayudará sin duda a ese propósito.
A veces la experiencia propia ayuda a analizar las cosas generales.
Mi primera experiencia con los Estados Unidos fue la prohibición para entrar a ese país. Fue en el invierno de 1968. Llegué a El Paso, Texas, con intenciones de cruzar la gran nación en un autobús Greyhound (boleto en mano) para llegar a Wisconsin a una cena de Navidad. Era como irse a pie a Buenos Aires.
El “red neck” del puesto migratorio me exigió mostrar una cantidad, cuyo monto ahora no recuerdo. Cinco mil dólares o algo así. Si yo no tenía ese dinero, entonces (ésa fue su lógica), me emplearía como fuera para conseguirlo. Mis explicaciones no valieron. Unos garabatos con tinta roja en mi pasaporte hicieron el resto. La vida llevaba unas letras de cancelación. Durante casi 25 años estuve impedido de viajar en condiciones normales a Estados Unidos.
Mis encomiendas periodísticas para cubrir información en ese país me permitieron conseguir visas por una sola entrada y por periodos de sólo dos semanas. Debía presentar a la llegada mi boleto de avión con la fecha del regreso. “One entry only”, era mi condición.
Durante mi paso por las oficinas de comunicación de la Presidencia de la República logré saltar el requisito restrictivo. Con un pasaporte oficial no se necesita visa, pero entonces se requiere un aviso con el detalle de la misión oficial por desarrollar. Resultaba peor.
Así pasaron los periodos presidenciales de Johnson a Obama. Con algunos de ellos estuve en conferencias de prensa o reuniones bilaterales, especialmente con Ronald Reagan, a quien conocí personalmente desde antes de sus dos periodos en la Casa Blanca, pero no fue sino hasta hace unos años cuando mi circunstancia migratoria fue de plena admisión. En los papeles de la embajada, el día de la visa permanente, logré ver una frase: “Reliable connection”. No sé el significado verdadero, pero soy un contacto confiable para ellos. Dicen.
Fulton Freeman, embajador de Estados Unidos en 1968, en su centro de estudios de Monterey, un plácido refugio académico en la costa de California, me explicó las cosas con una gran claridad cuando le conté, como anécdota, mi historia: usted debe entender, tenemos muchos enemigos.
Yo pensé, y con esos modos, van a tener más. Años después el terrorismo osó profanar con sus plantas el suelo americano y nada más le dieron al militarismo paranoico más pretextos para actuar sin ninguna consideración hacia nadie en el planeta. No hay nada peor que un policía asustado.
Y hoy Trump encarna ese miedo por el cual la gente se arma y se acoraza. Miedo de los demás, de los otros, de la feos, de los malos, de los distintos, de quienes no hablan nuestra lengua ni le rezan a nuestro Dios; temor de los foráneos, los forasteros, los extranjeros.
El bravucón se orina en los pantalones cuando la noche lo acompaña.
Muchos han comparado el delirio constructor del muro fronterizo con la gigantesca estupidez de los chinos y su muralla inútil. En ese sentido vale la pena compartir las reflexiones del hombre cuya labor diplomática abrió el mundo oriental a la corriente contemporánea de la economía globalizada, Henry Kissinger, quien explica así algo sobre lo cual Trump debería reflexionar, si la cabeza le sirviera para algo más allá de lucir el horrible peluquín color zanahoria:
“…Todos los imperios se han creado por medio de la fuerza, pero ninguno puede mantenerse (sólo) con ella. Para que una norma universal perdure tiene que traducir la fuerza en obligación. De lo contrario, la energía del gobernante se agotará en el mantenimiento del dominio a expensas de su habilidad por configurar el futuro, la tarea fundamental del arte de gobernar. Los imperios se mantienen si la represión cede el paso al consenso.
“…China no debe tanto su supervivencia milenaria a los castigos impuestos por sus emperadores, como al conjunto de valores que se han fomentado entre su población y su gobierno de funcionarios eruditos.”

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