Todos somos alebrijes

Alebrijes de dias de muertos
- en Opinión

Llega la fecha cercana al Día de Muertos y mientras los niños se disfrazan de cualquier cosa –princesas, esqueletos, vampiros o momias–, para conmemorar el importado “jalogüin”, las calles de la ciudad, algunas de ellas, al menos, se atascan con el desfile de coloridos oníricos y de mal sueño de los llamados “alebrijes”, palabra sin ton ni son ni raíz alguna antes del nacimiento de pesadilla de esas  enormes criaturas de la febril imaginación, donde conviven alas, crestas, picos, cuernos, fauces, ojos de roja inyección, colmillos infinitos, garras y todos los colores del sueño intranquilo.

Superiores en fealdad a todos los monstruos de todos los pantanos.

Y por ahí van en carros con plataformas los grandes monigotes de cartón para quienes no hay exorcismo superior a la lluvia por cuyo intenso goteo, en otros años, vimos reblandecerse la cartonería policromada y mirar los monstruos deslavados, las gárgolas melancólicas con el maquillaje corrido y las furias de la noche, como erinias banqueteras o medusas crudas con el rímel en las mejillas tras una noche de farra en los infiernos.

Los alebrijes, a diferencia de las figuras de inspiración mitológica como el hipogrifo,  el bahamut, el khumbaba, y todos esos engendros nacidos por la mezcla de especies incompatibles, como la mujer convertida en sirena por la mezcla del pez, o el hombre escorpión con aguijones en la lengua; o la arpía descrita como un ave con cara de doncella, garras encorvadas y vientre inmundo, las cuales –a decir de Borges– “son invulnerables y fétidas y  todo lo devoran chillando y todo lo convierten en excremento”, son seres nacidos de la sinrazón. O de la fantasía, pues ésta es la gran maestra de los sueños imposibles, las dudas sin solución, los delirios interminables y las penas de los adolescentes enamorados.

La historia cuenta las noches de enfermedad de don Pedro Linares, partero de sus propios delirios monumentales y creador de la palabra y el objeto “alebrije”, originado en el Judas traidor para quien  toda fealdad le resultaba poca, en un rumbo inhóspito en la vieja Merced de la Ciudad de México, cerca de donde Atl y Nahuí se perseguían como gatos erizados en las interminables noches de la lujuria coja y los ojos de esmeralda ninfómana, y algunos le atribuyen al exceso de hierbas medicinales y sus combinaciones,  el sopor intranquilo de una conciencia cuya fantasía se desdobló en figuras de horror y tristeza al mismo tiempo, porque nadie podrá negar la infinita tragedia de ser un alebrije, aun cuando si nos ponemos certeros o al menos literarios, ya el propio Dante nos decía de estos seres magníficos y horribles, “con alas, con cuello y rostro humano”, pobladoras del séptimo círculo donde penan los violentos y los criminales.

Y eso por no hablar de otros seres fantásticos como los pegasos, quienes nacieron de la sangre de Medusa, pues fue su muerte el rebrote de la Fuente Castalia, triunfo de la vida sobre la muerte, o los centauros, mitad hombre y mitad caballo, o los caballeros águila o jaguar de los tiempos mexicas, quienes con su disfraz de plumas y quijadas pintas, con bigotes y orejas, hicieron el primer “jalogüin” para la Malinche.

El alebrije se ha vuelto ya un habitante de nuestra industria artesanal, si no fuera esa circunstancia un oxímoron verdadero, pues industrializar el trabajo del hombre paciente cuya habilidad crea piezas únicas, resulta complicado, pero valga, pues, como una extensión de la proliferación de estas figuras, las cuales en Oaxaca se auxilian de la madera para producir jaguares infinitos y puercoespines con ojos de gaviota.

Los alebrijes se han convertido, como todo, de una expresión  auténtica en un  remedo exagerado de sus temas primeros. El delirio se confunde con la exageración deliberada y ya hay quienes les incorporan detalles propios de otra escenografía, pero todo se vale en los campos inmensos de la fantasía y el juego.

Por lo pronto, en Reforma se estacionan libélulas con cara de conejo; gatos con cientos de patas, mariposas con cuernos de toro bravo; serpientes enroscadas con escamas de pescado, como si no fuera suficiente con un ángel femenino de pechos contra el viento y piel de oro laminado, en la cima de una columna con leones de metal y mientras todo eso sucede en honor de una tradición manoseada o como sea, caminan con trémulo paso, por la noche, 15 mil muertos vivientes disfrazados de zombis, quienes por suerte no se encuentran en su vacilante camino con ninguno de los payasos asesinos, en esta ciudad de sueños y espejos enterrados donde todo puede pasar por una sencilla razón: porque todo pasa.

Y pronto, las calaveras vivas.

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