Del hartazgo a la felicidad del mexicano

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- en Opinión

En días pasados se dio a conocer el reporte mundial que mide la “felicidad” de las personas. Este ejercicio es elaborado anualmente desde el 2012 por la Red de soluciones para el desarrollo sustentable de la ONU con base en resultados de las encuestas mundiales de Gallup International.

El primer problema es definir la noción de “felicidad” que carece de una concepción unívoca. Para efectos de ese estudio, la “felicidad” se equipara a satisfacción de la persona consigo misma y en su relación con los demás. Esta iniciativa tiene su vitrina metodológica, de acuerdo a la cual la medición de la “felicidad” se lleva a cabo con seis indicadores principales de bienestar: a) ingresos económicos, b) expectativas de vida saludable; c) soporte social (entendido como la ayuda mutua de las personas en una comunidad); d) libertad para tomar decisiones de vida; e) confianza en las instituciones y en las personas y f) generosidad.

Desde el primer reporte me ha llamado la atención que México se encuentre entre las sociedades más “felices” del mundo. Este 2018 no es la excepción. México ocupa el sitio 24 de un total de 156 países estudiados. Y en la lógica que parecería del absurdo está mejor posicionado que España (lugar 36), Italia (lugar 47), Japón (lugar 54) y Corea del Sur (lugar 57) por citar algunos países del primer mundo. O el estudio tiene fallas metodológicas estructurales o la sociedad mexicana se comporta de manera atípica a la mayor parte de los países del mundo. O es probable que sea una mezcla de ambas cosas.

Los datos de México impiden pensar en una explicación objetivable: bajísimos ingresos económicos, inseguridad personal y laboral, corrupción generalizada, impunidad persistente, salud precaria y muy escasos márgenes para tomar decisiones de vida libres de la circunstancias en las que cada quien se encuentra. Las únicas variables que podrían encajar son la de la generosidad y la de la ayuda mutua de los mexicanos en alguna proporción plausible.

Si se parte de que el reporte se ha hecho con seriedad, por lo menos por lo que concierne a México, la lectura de los resultados de la “felicidad” de los mexicanos es un tema de naturaleza subjetiva, de percepción, del grado de adaptación del mexicano a su entorno de vida. Hay una extendida expresión aquí sobre el estado de ánimo de la gente que puede tener su dosis de veracidad: “estamos jodidos, pero contentos”. Acaso ello explique que el hartazgo social no se transforme en movilización activa, más allá del camino declarativo y de la catarsis a través del anonimato en las redes sociales, como una especie de válvula de escape frente a su realidad, la realidad de casi todos los mexicanos.

Quizá merecería todo un estudio a profundidad la naturaleza interna de la apatía, de la resignación, de la extendida convicción de que más vale no moverse porque no tiene sentido, no ejercer derechos porque se corre el peligro de ser apartado de la comunidad por “conflictivo”. El conflicto visto como un defecto de socialización, no como una herramienta necesaria para la construcción institucional, para dar vida a un Estado de derecho eficaz. El proceso electoral en marcha indica que la tendencia es que los electores darán su voto a Andrés Manuel López Obrador. Eso en una democracia supondría que sería, por ende, el próximo presidente de la República. Pero resulta que en el país no hay una vida democrática, sino una activa simulación en donde todos juegan el rol en la puesta en escena electoral en espera de que, por arte de magia, por buenos deseos, los corruptores que tienen a su cargo las instituciones se vuelvan buenos, demócratas confesos y actúen en consecuencia. Ojalá y esos deseos tengan asideros en los hechos.

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