Por Juan E. Flores Mateos/
Veracruz, Ver. Al otro lado de esta acera hay un hombre que se arrastra. Lo hace sentado como si estuviera remando en el piso, lo hace así porque ninguna de sus piernas le sirven.
Como si se tratara de una prueba olímpica, se desliza con fuerza, hacia el frente, como si jalara el piso con sus dos manos, haciendo fuerza en el abdomen, y tomando impulso con sus asentaderas como si se tratara de una prueba deportiva o militar.
Avanza unos metros, se cansa, se detiene. Se limpia el sudor con una manga, reposa unos segundos y cuando ya ha recobrado fuerzas sigue arrastrándose sobre el sucio suelo.
Cuando llega a cada esquina, se detiene para cruzar la calle. Voltea a todos lados tanto como su cuerpo se lo permite, espera el rojo, y aguarda a que los autos pasen para aventurarse a cruzar: él sabe que si rara vez una persona mira por debajo del hombro, menos lo hará un conductor de auto: un automovilista distraído o sumergido en el celular podría aplastarlo.
El hombre también detiene su andar cuando ve que la gente se acerca hacia él. Reposa las manos un momento en el piso, reposa y estira una mano.
—Una ayudadita por favor.
Las monedas le caen en una botella de PET cortada a la mitad que amarró a su cuerpo, justo al lado de donde alguna vez tuvo una rodilla y donde ahora sobresale un muñón: su pierna izquierda le fue amputada por una gangrena hace 27 años cuando tenía siete años de edad.
En la espalda lleva una mochila maltrecha, verde, para viaje, sus brazos están recubiertos con mangas largas para que no lo quemen los rayos del sol tropical. Para cubrirse la cara, usa una gorra de las que se regalan en las campañas, es del PRI. Dice Aarón Urbina, de Tecámac.
Usa cubrebocas —ya sucio y manchado—«para que no lo enferme el polvo de la costa» y unas chanclas en las manos que le ayudan a impulsarse y evitar que le salgan más callos de los que ya tiene en sus palmas, para evitar quemarse cuando se arrastra por el caliente piso de Veracruz.
Y huele a lo que huelen los hombres que se han bañado por días con su propio sudor, está agrio por estar tanto tiempo bajo el calor.
Se llama Aarón Flores y regresa de su último recorrido por la ciudad que comenzó en la terminal de autobuses. Se dirige al zócalo, donde dormirá. Hoy ha remado por lo menos 5 kilómetros pidiendo limosna, como si fuera una especie de soldado, evitando piernas de transeúntes, porquería del suelo, perros molestos, charcos: los obstáculos que una ciudad como Veracruz ofrece.
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Son las nueve de la noche. Aarón reposa un momento debajo de un McDonalds.
Las cortinas de acero de los negocios bajan mientras se activan las alarmas contra robos, las luces de los negocios se apagan para llenar la avenida Independencia de penumbra y la música de reguetón, con la que zapaterías y tiendas de ropa atraen clientes, se intercambia por el silencio natural de la calle.
Algunos trabajadores exhaustos reposan en pórticos y banquetas la jornada laboral antes de tomar el autobús.
Por algunos momentos se escucha el pitido de taxistas desesperados por la rutina y algunos automovilistas aumentan la velocidad sobre el asfalto como si les urgiera regresar a casa.
Es el primer cuadro de la ciudad, y a este hombre, Aaron Flores, de 33 años, lo he visto deslizarse unas siete cuadras, y sólo cinco personas se detuvieron para darle limosna.
Sin reparos, sin preguntas. Sólo sacaron dinero y echaron las monedas en su alcancía improvisada.
Perdí la cuenta de quienes lo miraron con indiferencia, de los que ni se dieron cuenta de que pasó a su lado por ir texteando en el celular, otros lo siguieron con la mirada, asombrados como si se tratara de un fenómeno de circo: escuché cómo una madre de familia le dijo a su hijo que si se portaba mal iba a terminar como el señor de enfrente, «que se arrastraba raro».
Algunos, al verlo, hicieron como que buscaban dinero en los bolsillos de sus pantalones. Terminaron respondiéndole con la cabeza ese no tímido que la humanidad hace cuando pretende ayudar.
Pero hubo quien titubeó, lo pensó mucho y terminó alcanzándolo más adelante para darle unas monedas.
—Dios los bendiga—les respondió Aarón a todos con amabilidad.
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Aarón viene de Tonantzintla, una localidad de San Andrés Cholula, ubicada a unos diez kilómetros de la ciudad de Puebla.
La historia de Aarón podría ser como cualquiera de esa población serrana e invisible que migra al puerto de Veracruz para merodear sus calles y vivir de la limosna —y que luego gente recluta y les pide cuota para dejarlos trabajar— o del comercio informal.
De esa misma población que migra en su propio país y que los funcionarios de Veracruz ignoran «porque no nacieron aquí» y de la que no se tienen cifras concretas.
Ya sea porque un mes están aquí y otro no, o porque a los gobiernos no les interesa hacer diagnósticos para atender los derechos humanos y necesidades básicas para el desarrollo de su población.
Pero Aarón se mudó al puerto por el frío y tiene un mes viviendo en las calles del puerto de Veracruz.
—Después de las once me encuentras en la terminal o en el centro, siempre ando donde hay más gente, no vaya a ser la de malas.
Lo hizo atendiendo la recomendación de uno de sus mejores amigos, un doctor llamado Alfredo, quien lo ha ayudado ya que él ni su familia cuentan con Seguro Popular.
—Ya ves que en la espalda, abajito, tenemos un liquidito. Yo ya casi no lo tengo. Eso por el frío, ya me estaba jodiendo, el doctor que te digo fue quien me dijo que buscara un lugar de calor. Y aquí estoy, durmiendo donde sea, a la buena de Dios.
Aarón llegó en ADO. Y lo que hizo al bajar fue pedir limosna en la terminal. Después fue remando con sus manos para conocer el primer cuadro de la ciudad. Llegó al centro.
Y desde entonces ese es su recorrido en el que pide limosna. De la terminal al centro y viceversa. En esa distancia tan sólo de ida hay tres kilómetros y medio. En un día es lo mínimo que recorre: puede sacarse hasta cien pesos. A veces menos, a veces más.
—Fíjate que aquí la gente da más. Por lo menos te voltean a ver. En Puebla, no. Y en la ciudad de México, donde yo he estado, por ejemplo en Taxqueña, no dan, ya están acostumbrados. Le dan más a los que luego no son. Hay gente que anda por ahí en silla de ruedas, y luego se van desde donde piden unas dos cuadras, y en la sombra, donde nadie los ve, se paran, doblan la silla y se van. La huevonada es un buen negocio, y luego a uno, que sí es, le quitan la chamba.
La forma en como Aarón habla de la limosna, indica que pedir dinero es un negocio. Un negocio que no le gusta pero que hace porque ahora no le queda de otra. No tiene papeles y para trabajar lo necesita.
—Mi mamá sí me asentó. Pero como nos corrieron a la mala de la otra casa quién sabe dónde quedaron. Y luego uno va y no lo quieren atender a uno.
Por eso Aarón hace un negocio que no le gusta. Un negocio al que por orgullo no le quería entrar. Porque pedir dinero, para él, es para huevones, y eso no era algo que se permitiera sentir pues siempre ha trabajado.
En su pueblo, Tonantzintla, ha sido pastor de rebaño, vendedor de mercancías, ayudante de los negocios y del tianguis que se pone en su pueblo: un lugar que según el internet es muy visitado por extranjeros el 25 de diciembre por la fiesta de Asunción de María.
—Desde que mi mamá se puso mal de la diabetes, decidí entrarle. Nosotros no tenemos Seguro Popular. Mi papá, pues que te digo, nunca lo conocimos. Y mi hermano acaba de morir después de una diálisis. Ya tú sabes que después de eso ya es difícil que vivas. Se llamaba Juan Eduardo, como tú. ¿Qué cómo le mando el dinero a mi mamá? Por el banco de Coppel. La mamá del doctor, mi amigo, vive todavía en el pueblo. Lo que hago es llamarle al doctor desde un teléfono de monedas, y él se comunica con su mamá «aaron depositó tanto para la señora Enriqueta» entonces ella va, le dice y la lleva para cobrarlo.
Al doctor, quien trabaja en la UNAM, lo conoce porque era a él a quien le pastoreaba las ovejas. «Debes tener mucho cuidado cuando son más de cien porque a las seis bajan los coyotes y tienes que estar al pendiente de que no se te quede una».
Pero dice que se hizo más su amigo cuando él fue quien le amputó la pierna.
—Yo nací con una enfermedad rara, como la polio pero no es polio, tiene un nombre gracioso del que no me acuerdo su nombre. Yo usaba muletas para caminar,. Ahora ya ni la mula puedo cabalgar, esta otra pierna sí me servía antes pero ahora ya ni eso, ya no me sirve ninguna de las dos.
Cuando le pregunto a Aarón si alguien se ha acercado a ayudarle, dice que mucha gente, sí, pero que también se han aprovechado de él. Cuenta, con voz tranquila, que fue a un poblado de Hidalgo en el que un presidente municipal tenía hasta su foto de que lo había ayudado.
—Hay gente que siempre te dice que te va ayudar, que una silla de ruedas, que con unas muletas, que con una despensa. Y cuando se me acercan les digo que quisiera aunque sea un puestecito de dulces para trabajar, que no quiero dinero sino algo que pueda hacer crecer. Sabes, me gustaría estudiar idiomas, sí, ojalá alguien llegara y me dijera: toma, estudia idiomas, pero la mayoría te da dinero que a veces ni te llega, porque se lo queda otro como ya me pasó con unos antorchistas en Puebla.
Escabullirse por la ciudad tiene sus enseñanzas: que la arena de Veracruz es más salada y gruesa, que los camiones no carburan bien y emanan un humo que hace toser a Aarón, que la posición del sol mueve las sombras de un lado a otro y que el piso está más caliente a las dos de la tarde.
—Yo sólo llego hasta las nieves esas donde te gritan güero güero, al Malecón no voy, menos al bulevar. ¿A mi como para qué me sirve ir a ver el mar? Los turistas no son buenos clientes, los que más te dan son los residentes, los de aquí, como tú. Ellos, los turistas, sólo vienen a pasear y a tomarse fotografías, se olvidan de todo lo demás. Realmente poca gente se detiene al verme. En este mes, eres la décima persona que se acerca para preguntar sobre mi, pero si te dijera ya van como unas 15 que me han dicho que me van a traer una silla de ruedas, comida, pero si te dijera que de todas esas personas que me dijeron cuál es la ayuda que me han dado… pero te digo, lo que te den está bien, no me quejo, yo soy un hombre alegre, sería peor no estar vivo, ¡pero lo estoy! ¡me gusta la vida! ¡me va bien!…hay días en que extraño estar parado, verlo todo desde arriba… aunque te digo algo, si yo estuviera así con mis piernas como las tengo pero parado no me darían dinero, y con silla de ruedas yo creo que me darían menos…
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