Otra música para la ciencia/La ciencia desde el Macuiltépetl

Plumas Libres
- en Opinión

La Filarmónica de Viena no admite en sus filas miembros de otras culturas, aduciendo que sólo europeos pueden reproducir fielmente su música. Más allá de todo eufemismo, la postura resulta de un racismo anacrónico imperdonable. Esta postura, con distintos matices, se hace patente no solamente en el mundo de la música sino también, aunque tal vez en forma un tanto más soslayada, en el ámbito científico. No se llega al extremo de negar la contratación de investigadores africanos, asiáticos o latinoamericanos en las más reconocidas instituciones científicas de Europa o los Estados Unidos, pero en alguna forma persiste la idea racista –eurocéntrica o neocolonial, diríamos en otros términos- de que la ciencia de las naciones “tercermundistas” (ahora llamadas  “economías emergentes”) es, en general, de calidad inferior a la producida en el “primer mundo”.

Con respecto a la música, Julio Mendívil cuestiona: “¿Es cierto que no cualquiera puede aprender la música de los salones vieneses? Bastaría recordar la enorme presencia asiática en conservatorios europeos, o a intérpretes como Lang Lang o Mitsuko Uchida, para tirar por la borda tal idea. Mas sería un error pensar que se trata de un fenómeno reciente. Cronistas como Vásquez de Espinoza refieren que los indios eran “diestros en todo género de instrumentos músicos” europeos y Díaz del Castillo que cantaban con “voces bien concertadas”. En el siglo XX, Chet Baker y Charlie Byrd, pese a ser caucásicos, llegaron a ser legendarios intérpretes de jazz, una “música de negros” durante décadas en EU. ¿Hubiera sido posible si la raza determinara el comportamiento musical?” Arrastramos hasta el presente, lo que en México a veces llamamos “la maldición de Malinche”: la marca de nuestro origen colonial.

Notemos que lo  aplicado a la música  se advierte en otros dominios, como  la literatura.  Por ejemplo, el escritor nigeriano Chinua Achebe se queja  de que críticos occidentales traten a los narradores africanos como si éstos fueran tristes víctimas de un destino inexorable que los condena a errar en un estadio artístico inferior al del mundo civilizado. Para ellos la literatura africana aún no está en condiciones de producir obras universales. Achebe aduce, por el contrario, que la particularidad africana radica justamente en su imposibilidad de reproducir perfectamente los patrones estéticos europeos. El error en la imitación como condicionamiento cultural, razona, promovería, en afortunadas ocasiones, nuevos lenguajes artísticos.

Y es precisamente esta última aseveración de Achebe, la que nos da claves para aprender a practicar, en naciones como la nuestra, “otra ciencia”, una ciencia-jazz. Lo que significaría, siguiendo la metáfora, que partiendo del empleo de los mismos métodos, teorías, conceptos e instrumentos técnicos heredados del mundo “civilizado”, fuésemos capaces no precisamente de “errar en la imitación” sino, tomando una decisión consciente,  hacer nuestras propias búsquedas e interpretaciones lo cual, muy posiblemente, causaría que nuestra música no se interpretara en los salones vieneses, esto es que nuestros trabajos probablemente no fueran aceptados para su publicación en “revistas internacionales de prestigio” ni nos acercaran al Premio Nobel; pero muy posiblemente estaríamos en vías de crear un nuevo marco epistémico, o un nuevo sentido, para la investigación científica.

José María Arguedas escribió que todo hombre no envilecido por el odio era capaz de vivir todas las patrias.  También aprendería todas las músicas y todas las ciencias.

Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.

 

 

 

 

 

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