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Usuarios tomando una selfie en Chernovil para instagram
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Por Fabrizio Mejía Madrid/

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Si la red social Facebook sirve para comprobar lo aburridos que siguen siendo tus amigos de la secundaria, y la red de opiniones Twitter para leer a desconocidos abusando unos de otros, la de fotos, Instagram, se había expandido como el lugar virtual de la vida como eternas vacaciones. Hasta esta semana. Resulta que, con el pretexto de una serie de televisión sobre el accidente de Chernobyl, algunos “influenciadores” –gente a la que otra desea emular– fueron al lugar todavía radioactivo a tomarse fotografías –incluso desnudos– para pretender que una selfie entre fierros oxidados y pulsando todavía con cesio y estronio, dentro de una caseta telefónica abandonada o delante de la rueda de la fortuna en la desalojada Prípiat, es algo digno de socializar. De entrada, los valores del “influyente” quedaron intactos: exhibirse en un lugar tan “exclusivo” que tiene una restricción médica por radiación, pagar por el viaje a una Kiev que no importa en qué país está, y posar ahí, en el centro del desastre, como se hace en la cama de un hotel, en una góndola, en la Gran Muralla. El suceso sigues siendo tú, no el desastre nuclear. El entorno queda banalizado por tu tanga aferrada al muslo del gimnasio. (No exagero: una mujer se retrató en tanga admirando lo que quedó de un edificio de concreto de 1986).

El creador de la serie de televisión, Craig Mazin, al que no podríamos acusar de sobriedad –escribió la película de las lagunas alcohólicas, ¿Qué pasó ayer?– llamó a tener respeto por la peor tragedia nuclear de la humanidad. Su historia para la televisión no se centra, como sí lo hace la crónica de la premio Nobel bielorrusa, Svetlana Aleksiévich, Voces de Chernobyl, en las víctimas, sino en los científicos a cargo de la contención de la radiación y la investigación sobre los responsables. La plataforma televisiva, Netflix, no es culpable del turismo de Instagram que existe sólo para ser fotografiado. Lo es, en cambio, la idea detrás de nuestra cultura hiperfotográfica: la de tratarse a uno mismo como si la vida fuera publicidad.

La historia la cuenta el documental Frye. Un estafador, Billy McFarland, hace creer a un montón de chavos ricos que lo que está anunciando como un festival de rap y pop existe. Lo hace mediante una serie de fotografías de modelos de Victoria’s Secret posando en una playa de Miami, aunque el supuesto concierto ocurrirá en “la isla de Pablo Escobar en Bahamas”. Ni la isla ni el concierto existen antes de que se hagan realidad a través de Instagram: el anuncio publicitario antecede a la existencia misma de lo que anuncia. McFarland, que ahora cumple una condena en una prisión federal por estafa, falsificación de documentos bancarios, e indemnizaciones no pagadas, había entendido cabalmente al siglo XXI: el empaque es lo nuevo, no lo que contiene. Unos años antes, en efecto, había vendido tarjetas de crédito negras. Eran tus depósitos bancarios de siempre, sólo que en un plástico que se veía más contundente en color negro. Esto mismo fue lo que han hecho los productores de computadoras, las automotrices, las que fabrican pantallas, los dispositivos móviles: cada año lo que realmente cambia es el modelo, es decir, la apariencia del mismo producto. Se convierte en una versión más deseable y la que posees es, por consiguiente, obsoleta. McFarland lo entendió y acabó vendiendo miles de boletos de 25 mil dólares a consumidores acostumbrados a confundir la fantasía individual con lo realmente existente. Llegaron a un páramo de grava en alguna isla de Bahamas equipada tan sólo con tiendas de campaña de US-Aid –para los campamentos de refugiados– y colchones empapados por la lluvia tropical de la noche anterior. Sin bandas de música, ni modelos de Victoria’s Secret, ni paseos en yates con estrellas del rap, McFarland sólo les ofreció dos millones de dólares en botellas de alcohol. Sólo así la fantasía puede coincidir con lo tangible.

En La cultura del nuevo capitalismo, Richard Sennet escribe: “Podemos sentir un deseo muy vivo por tener una prenda determinada, pero a los pocos días de haberla comprado y empezado a usar, nuestro interés por ella decae notablemente. La imaginación tiene su forma más vigorosa en la anticipación y se va debilitando con el uso. Hoy, la economía fortalece esta pasión que se autoconsume, tanto en los grandes supermercados como en la política”. Hacer lo que todavía no se ha hecho, tener lo que todavía no se posee, anunciar lo que aún no existe, han impactado la forma en que nos vemos a nosotros mismos como una marca.

En Chernobyl, Instagram confunde el lugar histórico de una tragedia planetaria con el sujeto que va hacia allá para reafirmar su estatus de marca. Es un páramo de varillas y concreto radioactivas al que le doto de otro empaque: Yo. No importa el contenido, sólo la presentación. Y, si las mercancías se venden, también lo hacen los sujetos; su precio está valuado, no en moneda, sino en “likes” y “seguidores”. No son mercancías ni sujetos, sino marcas. El talento es “saberte vender”, sin siquiera preguntarte por lo que aportas, sin contenido, sólo los signos vacíos de la seducción: una tanga. Queda borrada la explosión nuclear del 26 de abril de 1986 a la una-23-58 de la mañana, las 70 aldeas sepultadas para siempre, la vida contaminada de uno de cada cinco bielorrusos –la leche de la Conasupo de los niños envenenados por Raúl Salinas de Gortari–, y la perplejidad de Svetlana Aleksiévich: “Lo que impide entender Chernóbyl es justamente la pretensión de colocar Chernóbyl entre las catástrofes más conocidas. Se diría que constantemente nos movemos en la dirección equivocada. Aquí, por lo visto, no basta con la experiencia del pasado. Después de Chernóbyl vivimos en otro mundo, el mundo anterior no existe. Pero el hombre no quiere pensar en ello, porque nunca se ha parado a reflexionar sobre esto. Ha sido cogido por sorpresa”. Al igual que Auschwitz, Chernóbyl no puede equipararse con otros desastres porque uno es el extremo de la ideología y otro, el de la tecnología. Son límites que Svetlana lucha por alejar de cualquier otro evento, incluyendo el desayuno de un “influyente” en la cama de un hotel en Dubai.

La idea de retratarse el trasero en Chernóbyl se vacuna contra cualquier interpretación porque no se pone en juego nada más que una marca, la de la tanga sobre la carne, la más fácil de todas las mercadotecnias. Pero detecto otro malestar cultural más profundo: la angustia por desaparecer. Los siquiatras ya le han puesto unas siglas en inglés, pero usaré “MAPA”, “miedo a perderse de algo”. La furia por estar en lo de hoy, “en tendencia”, le genera a los usuarios de lo instantáneo una vergüenza de no haberlo visto antes de que te lo comenten. Lo “viral” como lo incluyente o excluyente. El “MAPA” sería ese terror a no estar en el mundo, si el mundo es Instagram.

Se ha escrito –por ejemplo, Fred Ritchin– que el gran cambio entre la vida y la fotografía es que fuimos del Yo y Tú al Yo-Ello. Implicó mirar con la distancia de la impresión definitiva –hoy, de los pixeles manipulables– al otro. Pero el exceso de Instagram recaba un alejamiento mayor en el que se pierden los contextos, los límites, la historia. No es, por supuesto, culpa de la plataforma, como no son las mentiras y los abusos verbales contra la gente que se toma fotografías frente a la Torre Eiffel. Es el uso cultural de un sujeto que cree que su valor existe sólo por su propia imagen, por el número de “likes”. Aprecio, sin duda, el carácter democratizador de la “selfie”, en cuanto libera al retratado del técnico, de su encuadre, de su luz y sus pixeles. Pero debo reconocer que, cuando se pierde el sentido de la célebre frase “Sin fotografías de masacres, no existirían las masacres”, por otra que dice “Si no subo mi selfie a Instagram, dejaré de existir”, entraña un abandono del pasado, aunque sea inmediato, a favor de la irrelevancia del instante. Y, ahí, como diría Wim Wenders, todos nos quedamos ciegos.

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