El punto de no retorno/ Rafael Cardona/ El Cristalazo

Ricardo Anaya se presenta a declarar en un penal, si AMLO presenta a sus hermanos a declarar por los dineros que recibieron para su campaña, fuera de la ley
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Una de las notables lagunas de la cultura británica, tan dada a la cacería alevosa –en África o en India, con riesgo de extinguir especies como los rinocerontes, por ejemplo–, es su incurable ceguera ante la fiesta de toros.

No se buscaría su justificación, ni mucho menos su práctica. Nada más su entendimiento en lugar de su condena, hasta para justificar su repudio. Pero es imposible.

El extremo de esta “taurofobia” fue cuando Gran Bretaña –hace muchos años–, se opuso férreamente al ingreso de España a la comunidad europea hasta en tanto no se prohibieran las corridas de toros en Iberia. A fin de cuentas, los marginados europeos, gracias a un referéndum dominado por los idiotas –como suele suceder– terminaron siendo ellos.

Esa actitud fue tan ignorante como exigirles a los españoles muestras de contrición y arrepentimiento por la conquista de hace cinco siglos. Es por desconocimiento de una idiosincrasia.

En ese clima de ignorancia sobre la bravura y el arte de domeñarla artísticamente, un zoólogo inglés buscó a Don Eduardo Miura, el legendario criador de la fiera ganadería de reses bravas. Ninguna otra ha causada tantas muertes de toreros como esa.

–Sus toros no pelean por bravura, decía, sino por miedo; están atrapados en un ruedo, alejados de su hábitat. Además. Nunca atacarían a un animal más grande, decía.

–¿Y sabe usted de algo más grande que un ferrocarril?, le preguntó Miura.

Sin entender bien a bien las cosas, el zoólogo aceptó el reto: Un Miura de media tonelada, embestiría de frente a una locomotora de cien toneladas. Todo un convoy.

El experimento se hizo en las vías cercanas a la dehesa. Sobre los rieles se puso pastura y el toro pacía ahí serenamente. El estrépito lo avisó. Olisqueó el aire, alzó la cabeza y movió las orejas.

Cuando el ferrocarril estaba cerca, se lanzó en feroz carrera contra aquello cuyos vapores furibundos y ruidos lo amenazaban. Murió despedazado por la máquina.

Y como hubiera dicho Francisco 1º, se perdió todo, menos el honor.

Esta historia me vino a la cabeza tras revisar los recientes videos de Ricardo Anaya en respuesta a los amagos persecutorios del gobierno de México en su contra. De todos esos videos el más peligroso es el de ayer. Al menos, ayer lo vi.

Anaya reta al presidente a presentar a sus hermanos Pío y Martín, recaudadores informales de dinero electoral no reportado –sin confesión, pero con pruebas y evidencias–, en el mismo juzgado, a la misma hora con el mismo juez para comparecer simultáneamente.

Más allá de la dificultad procesal, el mensaje de Anaya es claro: quizá el dinero recaudado por tus hermanos (palabras más, palabras menos, porque cito de memoria), era para ti, le dice al presidente. Por eso no se les ha procesado.

La intención en ese argumento es simple: lanzar un torpedo certero contra la invocada e incuestionable (so pena de herejía), honestidad valiente del presidente de la República.

Esta argumentación defensiva fue enmarcada por Anaya con una idea: el presidente ha dedicado en días recientes, 58 minutos para hablar de él; y él le puede responder en sólo uno.

Para Anaya no hay regreso. La suerte está echada. Alea, jacta est.

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