Desde la llegada del obradorato al poder, el discurso oficial insistió en una narrativa maniquea: los buenos estaban en Palacio Nacional y los malos en los sexenios pasados. Pero la realidad —incómoda, cruda e inevitable— ha comenzado a filtrarse por las grietas de un gobierno que juró ser distinto. Hoy, los tentáculos del narcotráfico no solo alcanzan municipios o gobernaturas aisladas: hoy, la sombra del crimen organizado apunta directamente al corazón del poder presidencial.
La estrategia del gobierno de Estados Unidos para enfrentar la crisis del fentanilo ha dejado de ser diplomática para volverse quirúrgica. A través de capturas, entregas y extradiciones, los capos del narcotráfico están colaborando con las autoridades norteamericanas. No lo hacen por patriotismo, sino a cambio de beneficios procesales. Pero lo que importa es lo que están revelando: nombres, cargos, rutas financieras, complicidades políticas. Y esos nombres no son menores.
Washington ya ha comenzado a golpear a funcionarios mexicanos que, a su juicio, han facilitado la operación del crimen organizado. La cancelación de visas a la gobernadora de Baja California, Marina del Pilar Ávila; al alcalde de Puerto Peñasco, Óscar Eduardo Castro; y al presidente municipal de Matamoros, Alberto Granados, son apenas los primeros pasos de una ofensiva mayor. Queda aún la duda de si otros mandatarios estatales, como Rubén Rocha Moya (Sinaloa) o Américo Villarreal (Tamaulipas), se encuentran ya en la misma condición. El mensaje es claro: la tolerancia al narco ya no se negocia.
Pero el verdadero terremoto llegó con los más recientes señalamientos. La Red de Control de Delitos Financieros del Departamento del Tesoro de Estados Unidos reveló que Vector Casa de Bolsa, propiedad del empresario Alfonso Romo —exjefe de la Oficina de la Presidencia de López Obrador—, facilitó operaciones de lavado de dinero para el Cártel de Sinaloa.
Entre 2019 y 2023, Vector habría lavado millones de dólares para redes criminales. Parte de ese dinero se utilizó para adquirir precursores químicos en China con los que se fabrica fentanilo. El mismo fentanilo que ha causado cientos de miles de muertes en Estados Unidos. El mismo veneno que la administración Trump juró erradicar de raíz.
No se trata de rumores ni de filtraciones periodísticas: es una acusación formal del gobierno estadounidense. Y la acusación es demoledora.
Retumba el nombre de Romo: brazo financiero, operador político, enlace con el sector privado y voz de confianza de López Obrador incluso después de dejar el gabinete. “Lo importante no es el cargo, sino el encargo”, decía el expresidente. Hoy, ese encargo huele a crimen organizado.
Llama poderosamente la atención que tanto la presidenta Claudia Sheinbaum como Edgar Amador, secretario de Hacienda, defiendan con tanta vehemencia a las instituciones financieras señaladas por el gobierno de Estados Unidos, como si su vida dependiera de ello.
Sheinbaum, desesperada por proteger la imagen de su antecesor, exige pruebas de los señalamientos… pero las pruebas están en su propio gobierno. En 2024, la Unidad de Inteligencia Financiera investigó 35 transferencias sospechosas por un total de 47 millones de dólares, vinculadas a los Weinberg —socios de la familia Bartlett y prestanombres de García Luna—, realizadas a través de Vector. Es decir: el gobierno ya tenía las pruebas que hoy finge no conocer.
Más aún, Amador trabajó durante años en Vector, la misma casa de bolsa hoy acusada de lavar dinero para el narcotráfico. Resulta francamente incomprensible ver a un gobierno que se dice “del pueblo” salir a proteger banqueros y casas de bolsa como si fueran víctimas de una injusticia, mientras la evidencia apunta a que fueron cómplices del envenenamiento masivo de personas y de la financiación del crimen organizado. ¿Cuándo habíamos visto un gobierno más preocupado por los banqueros que por los ciudadanos?
Lo que antes fue arma política contra los enemigos del régimen, hoy se revierte como bumerán contra los protagonistas del sexenio. Cuando se trataba de Genaro García Luna, bastaban los dichos de criminales para condenarlo desde la mañanera. Hoy, cuando los señalamientos alcanzan a los amigos, a los socios, a los jefes de oficina del Presidente, el discurso cambia: ahora se exigen pruebas, se niegan vínculos y se habla de conspiraciones. Pero los hechos ya están sobre la mesa.
Una empresa del círculo íntimo de López Obrador es señalada por colaborar con el crimen organizado. La evidencia incluye flujos financieros, transferencias transnacionales, operaciones encubiertas y estructuras de lavado. Y el periodo investigado coincide plenamente con el sexenio del expresidente. No hay manera de evadir la gravedad de estas revelaciones.
Este no es un caso aislado ni una persecución política. Es el desenlace inevitable de un modelo de poder que confundió lealtad con impunidad, y que toleró —o incluso promovió— la penetración del crimen en las más altas esferas del gobierno. Mientras desde Palacio se ofrecían abrazos, afuera se tejían pactos inconfesables con los criminales.
Lo que estamos viendo no es una coincidencia ni una exageración: es la revelación de un sistema de poder podrido hasta la médula. Un régimen que no solo toleró al crimen organizado, sino que lo incorporó a sus redes de influencia, a sus finanzas y a su toma de decisiones.
El narcotráfico no solo tocó la puerta de Palacio. Entró, se sentó a la mesa y dictó agenda.
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