La espada de Damocles y la ciudad devastada

Afectaciones en el estado de Morelos en el pasado 19 de septiembre/Plumas Libres
- en Foro libre

Roberto Hurtado/*

Un sismo fuerte es el equivalente a un evento cardiovascular, llámese infarto o embolia. Es súbito y expedito. Por lo general no avisa. Puede aniquilarte en instantes. Sus secuelas duran mucho más que lo dura el tremor de la tierra. Se da en tres actos de duración con escala logarítmica o exponencial: el terror del temblor, el caos inmediato y el vilo de la incertidumbre futura.

Son como las 11 de la mañana del 19 de septiembre. Los Godínez nos aprestamos al “megasimulacro” anual en conmemoración del terremoto del 85. Pertenezco a la brigada de emergencias de mi trabajo y al sonar la alarma comienzo a ejecutar las tareas de evacuación de manera mecánica. Aunque la mayoría colabora, lucho para convencer a un reacio compañero para que deje de escribir frenéticamente en su computadora y se dirija a la zona indicada de evacuación. Otros siguen en su teleconferencia en la sala de reuniones y no atienden las indicaciones. Pienso: ¿qué harán cuando sea de verdad?

Regresamos a nuestros lugares y continuamos con nuestra rutina. Casi al cuarto después de la una de la tarde el piso se empieza a mover. Se mueve fuerte. Salta violentamente. Suena la alarma antisísmica. El edificio en el que estamos se balancea, cruje y chilla como con dolor. La luz de las lámparas parpadea. No termino de sacar del cajón de mi escritorio el chaleco de la brigada que me tengo que poner cuando mis compañeros ya están todos contra el muro, como en el simulacro, solo que lo hacen en cuestión de nada. Tengo ganas de salir corriendo. Me tiemblan las piernas mientras damos las instrucciones protocolarias. Por un momento tengo la certeza que ahí vamos a quedar todos aplastados. Pasa la sacudida. Le pregunto a mi par de la brigada: ¿por qué tardamos tanto en evacuar? Me dice que no ha recibido por radio la señal de salir. Nos vamos, con o sin instrucción, hacia el punto de reunión fuera del edificio. Son cuatros niveles eternos por las escaleras de emergencia. Horas antes, incluso antes del simulacro, había dado like en el facebook en mi celular a un video sobre cómo la ciudad se recuperó del sismo del 85. Vaya ironías.

Afuera contamos a la gente. No falta nadie. Hay quienes intentan, algunos con éxito y otros en vano, comunicarse con su primera línea de seres queridos. Unos pocos lloran, en shock. La mayoría parece tener una sensación de alivio. “Estuvo cabrón, pero ya pasó”, se escucha decir. Minutos después se empieza a comentar que hubo colapso de edificios. Comienza el caos. Nos liberan una hora después. Mi departamento está en la Roma, por lo que me entra una urgencia extraña de saber si tiene daños o no. Los semáforos no funcionan. Hablo por wassap con mis preocupados familiares. Hay todo el tráfico posible en el mundo en las calles. No funcionan los semáforos. Suenan sirenas por doquier. Pasan ambulancias. Las aceras están saturadas. Casi me quedo sin gasolina, pero al fin llego. Tardo tres horas y media en un recorrido de 6 kms. No hay electricidad, pero mi departamento está intacto. El edificio de al lado no. Han caído escombros por todos lados. Tiene grietas enormes en sus muros. Hablo con vecinos conocidos y desconocidos y me relatan sus versiones de terror. Todos han salido sin lastimarse. La cuadra está acordonada. Elementos de protección civil indican que el edificio está al borde del colapso. Decido irme a dormir a Cuernavaca a casa de mis papás. Al pasar por Insurgentes, a la altura del Sears de la calle San Luis Potosí, alcanzo a otear una montaña de escombros ante centenas de personas. Algunos, como hormigas en su nido, intentan horadarlo en busca de sobrevivientes.

Al día siguiente, mal dormido, salgo rumbo a la Ciudad de México. Está bloqueada la Calzada de Tlalpan por la caída de un multifamiliar. El rodeo que tengo que hacer exhibe muchos edificios dañados. Las noticias por la radio y lo que estaba atestiguando me hacen comprender la magnitud de la tragedia. Al llegar a mi departamento, vuelvo a platicar con vecinos y algunos ingenieros civiles que están haciendo evaluaciones de daños. Comentan sobre el edificio al lado del mío. Unos dicen que se va a caer, otros que no tiene daño estructural aparente y que no corre riesgo inmediato. “¿Y si vuelve a temblar que le pasa?”, preguntamos. No responden, hacen gestos como de yo no fui y se van. Antes de ir a la oficina decido pasar por la Condesa donde he escuchado que hay muchos daños. Hay un gran predio azotado sobre Álvaro Obregón. Ahí comienzo a apreciar la valía de los voluntarios y de las contribuciones de la sociedad civil. La ayuda estaba desbordada. Ofrecían comida a todos los que por ahí andaban sin preguntar si la necesitaba. Parecía una kermesse dantesca. Parece que la memoria colectiva del 85 empuja a todos a ayudar como sea.

Vuelvo a dormir en Cuernavaca otras dos noches. No dejo de ir a trabajar, mal trabajar porque fueron días muy improductivos al tener el pensamiento perdido y por otro lado, y de ir a mi departamento para enterarme de la suerte del predio vecino. De diez “expertos” ingenieros civiles y arquitectos, dos dicen que se va a colapsar en cualquier instante. Ese edificio tiene diez niveles y treinta departamentos. En donde vivo, justo a su lado, solo somos diez apartamentos. Son un elefante y un ratón. Si se cae nos aplasta a todos. Al fin tengo acceso a un dictamen de inspección visual posterior al sismo y respiro con alivio al leer que el edificio no presenta daños estructurales ni riesgo inminente de caída. Es, por lo pronto inhabitable, pero no se caerá. Mis vecinos se aprestan a sacar sus cosas y los camiones de mudanza comienzan a llegar. Pero, ¿y si tiembla fuerte lo aguantará? Me armé de valor y pasé la noche del sábado en mi departamento. Caí rendido por las cuatro de la mañana. A cada rato me despertaba cualquier ruido real o imaginario. Fue una mala noche. La realidad supera, una vez más, a la ficción.

El sismo de este pasado 19 de septiembre ha dejado a la Ciudad de México devastada. No solo por la cantidad de personas fallecidas, centenas que murieron al instante o agonizaron por horas, los miles de heridos y las miles de construcciones dañadas, las cuales son en sí tristísimas tragedias por el lado que se les vea. Pero la devastación también es psicológica y su efecto individual y colectivo perdurará por mucho tiempo. Todos los habitantes de esta gran urbe, que yace y se amontona en un lecho blando como de flan, sentiremos la espada de Damocles sobre nuestras nucas, pendiendo del hilo del siguiente gran temblor.

*Roberto Hurtado es Ingeniero Mecánico Administrador y maestro en Ingeniería Industrial por el ITESM Campus Monterrey, 1999. Actualmente trabajo en el sector de energías renovables en el sector privado.

 

Comentarios

¡Síguenos!

A %d blogueros les gusta esto: