La pobreza asfixia/La ciencia desde el Macuiltépetl

FOTO: GUSTAVO MARIO CID/FOTOVER
- en Opinión

El hombre aquel, apegado a sus números, pasaba los días calculando, analizando e interpretando estadísticas de todo tipo: el crecimiento poblacional, el promedio de la inflación, la esperanza de vida de los mexicanos, la prevalencia de ciertas enfermedades, los indicadores de pobreza, número de habitantes distribuidos por edad y sexo, índice de desempleo, población económicamente activa, etcétera. Para él todo se reducía a números, el mundo entero sólo podía entenderlo numéricamente y los hombres mismos se reducían a cifras numéricas.

Es posible que aquella obsesión por ver el mundo a través de números fuera originada para ampararse del desasosiego y agobio que le producía el enterarse lo que acontecía a hombres y mujeres de carne y hueso con necesidades que satisfacer, con ambiciones, sueños, quehaceres, alegrías y tristezas.

No es para menos pues, la realidad que vivimos muestra cotidianamente  el horror que nos envuelve. Por eso aquel hombre, aún refugiado en los números, no pudo evitar conmoverse hasta la médula cuando en alguna parte se enteró que la mañana del 30 de agosto de 2016, los habitantes del fraccionamiento Los Agaves, en el municipio de Tlajomulco, Jalisco, se despertaron envueltos en un olor nauseabundo.

Mientras dormían, un olor fétido se había metido a sus casas por los barrotes de las ventanas y debajo de las puertas, y había impregnado la ropa de cama, los trastes que escurrían, los cuadernos en las mochilas, todo lo que estuviera en contacto con el aire. Siete días antes había comenzado un ligero mal olor, pero ese martes se había transformado en algo insoportable. El aroma había avanzado en los días que el vecindario de casas de interés social se negaba a decir lo que la mayoría pensaba: huele a muerte y el origen es la casa de Sol, de 35 años, y de sus hijos Alberto, de 14, y Óscar, de 7.

Cuando llegó el atardecer, el olor ya era demasiado intenso como para seguir en negación. Así que una mujer marcó al número de emergencia 066 y a las 6:59 de la tarde se registró en la base policial una petición anónima de apoyo para saber qué sucedía dentro de esa casa de paredes blancas y reja negra, donde se había instaurado un largo silencio que preocupaba a la comunidad.

Minutos después, llegó el oficial de más alto rango en el municipio, el comisario de la policía municipal. Dice la nota que cruzó la puerta y vio la diminuta sala, amueblada sólo con lo indispensable, pegada a una minúscula habitación. Giró a la izquierda, cruzó el comedor y miró al fondo la cocina, el baño y una zotehuela. Caminó y entró a la segunda recámara. Y ahí estaba el origen del olor.

Tres cadáveres tan descompuestos que, por su experiencia como policía, calculó con sólo verlos que llevaban ahí una semana.

Eran Sol, Alberto y Óscar.

El cuerpo de Sol tendido en el piso, a los pies de las dos camas que había en la recámara. En una estaba Alberto, tan hinchado que su cuerpo parecía el de un adulto; en la otra, Óscar, acostado de lado, acompañado por un muñeco de peluche. Minutos después, los peritos notarían que las puertas y ventanas estaban fuertemente cerradas por dentro, que las llaves del gas de la estufa estaban deliberadamente abiertas. Y encontrarían once hojas escritas a mano.

La carta, cuentan quienes la leyeron, era un testimonio de depresión, enojo y frustración, pero sobre todo mostraba el deseo de Sol por ser perdonada, aunque también era un esfuerzo por explicar su suicidio y el asesinato de sus hijos: la vida es insoportable cuando la pobreza es tan fuerte que asfixia.

La vida de Sol estaba hundida  en la pobreza: ganaba 800 o 900 pesos a la semana como empleada en una maquiladora de material electrónico o en su nuevo trabajo como vendedora de pan. Ella sola sostenía a sus dos hijos, porque vivía lejos de su familia o no tenía contacto con ellos desde tiempo. Hace semanas o meses se había convertido en el único sostén de la casa, cuando su esposo o novio la abandonó y le heredó una deuda de 300 o 600 pesos semanales como parte del crédito que le dio el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores. Llevaba semanas recibiendo llamadas y visitas intimidantes de “abogados del gobierno” que querían echarla su casa. Y como Sol no tenía dinero ni más familia cercana que sus dos niños pequeños, aquella tarde lo único que sí tuvo fue la certeza de que debía terminar con su vida y la de su familia.

El hombre de los números, para intentar comprender el terrible acontecimiento, recurre a las cifras: en el año 2000, había 40 millones de pobres en México. Dieciséis años después, en el gobierno de Enrique Peña Nieto, ese grupo creció a 55.3 millones de pobres. De ellos, 24.6 millones no puede costear una canasta básica. Uno de cada 10 mexicanos viven “pobreza extrema”, que es otro modo de decir que no compran ropa, no invierten en una escuela, no compran alimentos –sufren hambre- y ni hablar de diversión.

Y cuando las carencias van al alza, también los suicidios en el país: datos oficiales reflejan que entre 2000 y 2013, los casos de personas que se quitaron la vida crecieron un 40 por ciento: de 3.5 a 4.9 por cada 100 mil habitantes.

El hombre de los números, toma una revista y se aplica a resolver un crucigrama numérico.

Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.

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