El estupor y el miedo en el hielo azul/ El Cristalazo

- en Opinión

Uno quisiera imaginar los últimos segundos de una vida atrapada y desvanecida entre la nieve y el aire líquido, en las alturas de una enorme montaña. El hielo montañés es el mar inmóvil del viento.

A más de cinco mil metros de altura, respirar es faena fatigosa. La levedad del oxígeno invade los pulmones casi con sigilo. Escuchar esa inhalación es sentir un espíritu ajeno en el pecho. La liviandad, casi como el paso de la bruma felina y silenciosa, cuya gracia de mujer coqueta arrastra las faldas de un vestido de vuelos, solo se compara con el soplo del monólogo interior.

Una de las momias encontradas en Pico de Orizaba, Veracruz
Una de las momias encontradas en Pico de Orizaba, Veracruz

—Cuando subí a la montaña, dijo alguna vez Edmund Hillary, quien capturó para su historia la virginidad de la cumbre del Everest, escuché la voz de Dios. Quizá fue la falta de aire o la llamada interior de un corazón excitado, pero sir Edmund oyó algo.

Obviamente ni Enrique García Romero ni Juan Espinosa Camargo, quienes a sus veintitantos años se quedaron quietos y azorados ante la desolación y el abandono, la frialdad y finalmente el helado soplo de la muerte, podrán ahora contarnos sus últimos pensamientos.

Estuvieron cubiertos por la nieve del Citlaltépetl durante 55 años, más de medio siglo, y cuando los volvieron a ver, irreconocibles en el estrujamiento congelado de sus carnes, los reconocieron por la historia, no por la imagen.

Los diarios pusieron sus fotografías en las páginas rojas y amarillas y ya se les conoce como “las momias del hielo”, pero nadie ha logrado describir, ni siquiera intentarlo, la mueca final detenida en el tiempo, ni tampoco indagar por la última imagen vista por los ojos

desaparecidos de esas cuencas negras y frías de su última mirada.

Ellos deben haber muerto, creo yo, en silencio.

Quizá su sangre, alguna vez hirviente por los excesos del amor y la carne, se haya hecho densa y espesa en el congelamiento. El beso glacial les coloreó las mejillas como antes lo hizo quizá el rubor de las caricias. El calor los abandonó. La vida también, así hayan querido mutuamente mantenerse en el abrazo esperanzado para finalmente expirar como una vieja música de tango, “buscando un pecho fraterno para morir abrazao…”

Ellos no vieron lo sucedido en México ni en el mundo durante los 55 años de su enhielamiento.

Si su caminata por la nieve los acercaba a las estrellas, jamás se imaginaron al hombre en la Luna. No tuvieron demasiado tiempo para celebrar la Revolución Cubana, ni mucho menos ver cómo el sueño del paraíso sucumbía en las aguas tibias del Caribe.

No conocieron la muerte de Jaramillo ni registraron ecos (o quizá sí) de la matanza del 2 de octubre. Tampoco miraron sus ojos vacíos la desaparición en la hornaza de los normalistas de Ayotzinapa.

Durante el medio siglo y pico de su incómodo reposo (la postura denota un esfuerzo final por incorporarse o quizá haya sido la tercera caída de su calvario sin cruz) el mundo cambió, pero no lo hizo la montaña donde el frío les tejió una mortaja eterna y dulce como una rapsodia azul.

Pero ellos no conocieron más alegrías fuera de la escasa colección de sus vidas juveniles.

Jamás se imaginaron la era de los aviones supersónicos de pasajeros, ahora ya convertidos en piezas de museo, como el “Concorde”, ni supieron las amenazas nucleares en la “Crisis de los misiles” ni vieron caer el mundo bipolar ni mucho menos se preocuparon por la existencia del Muro de Berlín, el ascenso de China o la crisis del petróleo con sus ires y venires de toda la vida; el estrépito del mundo digital, las imágenes coloridas del mundo cibernético, los teléfonos celulares, las cámaras sin rollo y los rollos en las Cámaras; las mujeres en igualdad, la política múltiple, la globalización, el triunfo descarnado (como ellos) del hipercapitalismo, la vida contemporánea sin espíritu y cada vez con menos colibríes y más terroristas de cuchillo, bomba y degüello.

No pudieron leer a García Márquez o a Susan Sontag o a Margarita Yourcenar, ni escuchar a los Beatles cuando grabaron “A day in the life”. No supieron el romance de los directores mexicanos con el Oscar, no vieron el cine de Kurosawa o Stanley Kubrick ni les alcanzó el tiempo para estremecerse con las guerras de Vietnam, el Pérsico o Afganistán, ni la caída y resurrección del PRI.

Mucho menos (vaya paradoja), tuvieron tiempo para acongojarse por el calentamiento global, el hueco del ozono o la locura de las mareas amenazando los continentes.

Fuera de su tiempo estuvieron los cambios políticos del México inmutable, donde todo cambia para seguir igual y si alguna vez en verdad se transforma es para empeorar las cosas, pues no se conoce hasta hoy remedio definitivo para nada; pero en aquellos tiempos las cosas les preocupaban a menos personas, pues la explosión demográfica no había pasado la factura de su prolífica potencia.

Cincuenta y cinco años bajo la nieve, a pesar de las sucesivas y cada vez menos frecuentes expediciones de amigos y compañeros en su busca, sólo contribuyeron al olvido. Ellos nos olvidaron a nosotros.

Ocultos, cubiertos y escondidos por el manto blanco, no supieron más ni de la ternura ni del amor, no tuvieron tiempo para sentirse ni queridos ni traicionados. Nadie les dio un beso pero nadie les dijo tampoco una mentira. No conocieron la felicidad, ni siquiera tuvieron tiempo para inventarla o imaginarla y por lo mismo tampoco supieron los dolores de la desdicha.

Ya cerca de la costa no vieron nunca más la playa de Veracruz ni la lluvia verde de Orizaba o Xalapa ni el amanecer de Puebla desde la altura de su sepulcro.

Hasta la fecha nadie nos ha dicho si más allá de la vida de nosotros, las momias pueden ser felices en su muerte. Quizá estos jóvenes lo hayan sido, si algo se puede ser en los rigores del cuerpo inerte y rígido tantos años después, cuando se dieron cuenta de su repentino regreso a la vida, el día del hallazgo casual.

Los volvieron a mirar y los volvieron a considerar. Subieron a por ellos (como se dice en España) y quizás el interés por su rescate, su identificación, sus futuras exequias ahora bajo la tibia tierra y el prolongado ejercicio de la memoria de quienes ya en la vejez los trajeron a sus pensamientos, les haya devuelto –ahora sí— el último contacto con el mundo y la vida.

La memoria de los otros es otra forma de la vida.

Pero las cosas de la vida no les tocaron por algo muy común hasta en quienes no lo están: estaban muertos.

Como nosotros, a veces sin saberlo.

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