Un niño muerto sacude al mundo/ El Cristalazo

- en Opinión

No son de seguro estas líneas las primeras ni habrán de ser las últimas para lamentar, como tantos han hecho desde su abrumadora conmoción, la más famosa fotografía de los últimos años, en cuyo simple rectángulo la fotógrafa Nilufer Demir logró, de manera dramática, perturbadora y estrujante, la imagen de la derrota definitiva del futuro, no sólo el del niño Alan Kurdi cuyo rostro enterrado en la arena y los trozos de concha nos mira sin vernos y nos reclama la vida a pesar de su silencio de caracoles y espuma.
El poeta portugués habría dicho: aquí termina la vida; aquí comienza el mar y a sus versos habrían respondido las olas luctuosas de Turquía.
Hace muchos años, con los brazos abiertos y la boca en un alarido planetario, la niña Kim Phuk corría ante los ojos del mundo envuelta en una sábana de fuego. Ella huía de la guerra, como de la guerra escapaban los padres de Alan, quien no vio venir la muerte de las llamas del cielo, sino silenciosa y oculta en las aguas tibias del Mediterráneo.
La imagen, dicen los genios del lugar común, dice tanto como mil palabras, o más, pero Nilufer Demir disparó su cámara con la intención de repetir —dijo— el grito del niño ahogado en cuya ropa planchada por la sal del océano no tuvieron tiempo de crecer los corales, ni se plegaron los sargazos, ni se escucharon las canciones de las hadas del mar.
un niApenas hubo tiempo para ver a la fugitiva sirena negra llevándose el alma del niño en una ola fúnebre, profundidad adentro.
Muchos se preguntarán si esa fotografía cuya contundencia brutal golpea los ojos del mundo es un documento de guerra, si con ella se vuelven inútiles los alegatos sobre la sinrazón de cercar a los emigrantes, o se trata nada más de un momento estelar del fotoperiodismo mundial.
Yo le otorgo otra categoría. Es la fotografía del invisible dolor. La comparo con estas palabras de Vasili Grossman:
“… ¿qué puedo decirte antes de separarme de ti para siempre? En estos últimos días, como durante toda mi vida, tú has sido mi alegría. Por la noche me acordaba de ti, de la ropa que llevabas de niño, de tus primeros libros; me acordaba de tu primera carta, de tu primer día de escuela; todo, me acordaba de todo, desde tus primeros días de vida hasta la última noticia que recibí…”.
Cada quien con su sensación, cada quien con su trozo de tristeza encima. Este no es un documento político ni humano solamente; es un retrato del dolor, del luto humano, de la profunda soledad de una muerte sin posibilidades de comprensión como si el cielo hubiera abortado una estrella, como si el mundo se sacara los ojos, como si no pudiéramos sentir, ni entender ni comprender, ni mucho menos perdonar.”
“… Todos los hombres son culpables ante una madre que ha perdido a un hijo en la guerra (o un padre cuyo llanto los busca a ambos). A lo largo de la historia de la humanidad, todos los esfuerzos que han hecho los hombres por justificarlo han sido en vano.”
Este dolor, cuyo reflejo ahora nos hiere a todos, ha querido ser descrito desde hace miles de años. Las palabras nunca han sido suficientes.
“…Súfrelo resignadamente y no dejes que se apodere de tu corazón un pesar continuo, pues nada conseguirás afligiéndote por tu hijo, ni lograrás que se levante; y quizá tengas que padecer una nueva desgracia”, decía Homero desde su ceguera de vidente.
La imagen es un chubasco de oscuridad sobre toda conciencia del amor y del dolor.
Dice Grossman, “el amor es la última verdad” y en este sentido la muerte de Alan duele porque frente a ella nada pudieron hacer ni los padres ni el mundo entero; ni las alas del ángel ni el dedo de Dios. Es la prueba de cómo la crueldad de la vida está casi siempre por encima de la vida.
Y sólo nos deja el desconocido rostro de la muerte. La muerte de un niño como dormido en la playa, lejos de las hadas, envuelto para siempre en la helada cabellera de las medusas tristes.

[email protected]

 

Comentarios

¡Síguenos!

A %d blogueros les gusta esto: